Aprendí a alimentarte de manera correcta porque en casa no sabíamos que la leche te hacía daño. Mi mamá te cocinaba arroz blanco sin sabor y carne. A mi mamá le gustaba mucho cómo tu mirada no se despegaba de mí, y pasabas largos ratos mirándome mientras yo hacía cosas.
Solías despertar a las 1am. Llorabas, quizá porque tenías hambre, quizá porque te sentías sola o porque la recámara era muy oscura, no lo sé. Tenía un pequeño biberón con leche tibia listo para ti, y tomabas de él. Te colocaba en un sillón para que durmieras y al apagar la luz comenzabas a llorar de nuevo. Decidí entonces que durmieras conmigo y te acomodaba con cuidado para no lastimarte mientras dormías. Despertabas de nuevo a las 3am y otra vez a las 5am. Mi hábito de sueño cambió y comencé a despertar desde entonces a las 6am hasta los 19 años. Solía cansarme mucho y tomaba siestas para reparar el sueño. No me molestaba mientras lo hiciera para atenderte. Una tarde acompañé a mi mamá con una amiga suya, el tema era que la hija de aquella señora no podía tener hijos por no sé qué motivos y la chica estaba ansiosa por embarazarse pues tenía poco de casada. Me horroricé: tener bebés en casa implicaba despertar por las noches para atenderlos, darles de comer, mimarlos, recostarlos y yo estaba muy cansada por hacer eso contigo. Fue cuando a los 13 años decidí que no quería tener hijos.
Te recuerdo años más tarde despertándome a las 6am a lengüetazos, pequeña y muy feliz moviendo tu cola como un metrónomo inquieto, saltando de cama en cama, despertando a mi hermano y a mi mamá, corriendo por toda la casa.
Cuando pequeña te enseñé a ladrar por el placer de escucharte ladrar; los ladridos implicaban irremediablemente tu presencia. También fue una travesura mía: me gustaba que fueras ruidosa y que ladraras por puro gusto. Te enseñé a ladrar por comida, eso significaba que todos los días a la hora de la comida estarías ahí con nosotros, ladrando.
Había unas ventanas bajas pequeñas en la casa, eran muy fáciles de abrir y yo tenía poco qué hacer, entonces decidí enseñarte a salir cuando las ventanas estaban abiertas. Vivíamos en un segundo piso, dentro de una privada. Por consiguiente, te enseñé también a subir y a bajar escaleras para que pudieras correr cuanto quisieras por el patio central. Mi mamá te compró una pelota con un cascabel dentro y jugábamos en el patio. A veces te escapabas de casa corriendo y mi mamá se enojaba. Me gustaba bañarte y que después salieras disparada hacia la puerta para que te secaras, aunque lo hicieras tirándote al piso de concreto y te ensuciaras de nuevo, de lo contrario te subirías a las camas y te secarías en las colchas. Pero no era por eso, realmente me gustaba verte correr, bajar las escaleras rápida, ágil, pequeña, negra con tu hocico, pecho y patitas delanteras blancas.
Mi mamá te compró una correa roja que te sentaba muy bien.
Sabías que cuando yo tomaba la correa era porque te sacaría a pasear y entonces te emocionabas, brincabas, te sentabas y permitías que te pusiera la correa y, ya puesta, entonces salíamos las dos y dábamos pequeñas y largas caminatas. Eras adorable cuando tú misma tomabas con el hocico tu correa y me seguías el paso.
Nunca te dejamos estar con otro perro. A la larga tú sola aprendiste a rechazarlos y a defenderte de perros más grandes. Recuerdo que te llevábamos a todos lados posibles, no nos gustaba dejarte sola después de tu primera navidad en la que te dejamos sola en casa y cuando llegamos te encontramos escondida tras el sillón, enojada. Luego, cuando salíamos de casa, te la pasabas llorando y no resistíamos oírte así. Me dí cuenta de que llorabas porque ni siquiera podías seguirnos hasta la puerta: no sabías bajarte del sillón del que te subíamos antes de irnos. Tampoco podías bajar el escalón que antecedía la habitación que llevaba a la puerta. Conforme crecías aprendiste a bajar tu sola, era más fácil puesto que eras más grande. Era muy bello apreciar tu reacción cuando ya no podías pasar por debajo de los muebles debido al cambio de tu tamaño.
Aprendiste rápido a brincar para subir al carro. Recuerdo lo molesto que se ponía mi hermano cuando te dejaba sacar la cabeza por la ventana, después medio cuerpo, y él me decía: "baja más la ventana, un día de estos va a ir brincando del carro". Y sí, te brincaste dos veces, y caías sobre el asfalto y yo tomaba la correa, mi mamá detenía el carro y corría por ti para que volvieras con nosotras. Entonces aprendí a abrazarte fuerte cuando te recostabas sobre la ventana del carro porque realmente nunca quise privarte de la sensación esa que tú tenías cuando, con la cabeza de fuera, entrecerrabas los ojos y mirabas al cielo, a la gente o a los otros carros. El último día que te vi, te cargué y abracé fuerte tu cuerpo débil, tu piel ya sin pelo, en los huesos y quise que entrecerraras los ojos de nuevo mientras salíamos del veterinario.
Un día te comiste a una tortuga que insistía en escapar de su tortuguero, porque es natural querer ser libre. La encontró mi hermano dos o tres días después de perdida debajo de su cama, ya sin cabeza ni patas, con el caparazón mordisqueado. Aquella temporada comenzaste a perder el pelo. Eras una canalla. Pero aquella no fue tu única víctima. Diez años más tarde salvaste a mi mamá de una rata enorme que se metió a la casa. Ladraste infinitamente hasta que mi mamá se hartó y por averiguar qué era lo que buscabas encontró a una gran peluda gris adentro. Entonces mi hermano llegó para matarla pero tú estabas demasiado ansiosa y decidieron dejarte sola y encerrarte con aquélla. Suponemos todos que como a mi mamá, también hartaste a la rata y en su desafortunado intento por huir, la atrapaste: la mataste, sádica, a mordiscos y luego jugaste un rato con el cadáver. Bella y violenta eras tú, llena de sangre en el hocico. Me preocupé solamente por el tema de la rabia y aprovechamos la ocasión para llevarte a vacunar. Eras sana e indestructible. Mi mamá te idolatró por tu acto heroico y te amó más.
Por un largo tiempo me sentía increíblemente afortunada por tenerte conmigo porque de verdad eras bellísima: tu pelaje era negro, no muy chino y brillaba mucho, tu cola era una cascada de pelos lacios, tus patitas eran peludas y tenías uñas negras y blancas. Tus orejas se caían, nunca te molestó el pelo ocultando tus ojos.
Pasaron los años y te volviste más seria, adoptaste la personalidad de la familia, incluso las actitudes de los humanos. Cuando te paseábamos en familia o sola era común que la gente me preguntara tu raza y yo, orgullosa, les decía que no eras de raza, que eras una cruza; me preguntaban si tenías precio y por supuesto que no lo tenías ¿cuándo se ha visto que un miembro de la familia tenga precio? Ellos querían acariciarte pero tú los mordías y a mi me gustaba, porque soy envidiosa y tú eras mía. No me importaba que si por acariciarte yo recibiera mordidas ¡y qué bueno! Porque las cicatrices son las que me acompañan ahora que tú ya no estás.
Aunque no te gusten las fotografías, siempre fuiste fotogénica.
Lamento haberte asustado con el flash de una cámara cuando pequeña mientras insistía en fotografiarte más de cerca. Pasaron los años y aunque fueran celulares con o sin flash ya sabías cuando quería fotografiarte, y me ignorabas con tu maravilloso desdén.
Cuando llegó Metzi a casa la recibiste bien a pesar de haber vivido más de diez años como mascota única. Era una cachorra menor al año y la soportaste valerosamente hasta que ya no pudiste más.
Luego llegó Inu y comprendimos todos que tú no necesitabas a ningún perro para compartir la soledad de una casa en la que los miembros nos vamos retirando. Al final envejeciste y suponemos que lo único que querías era quietud y no compañeros de casa.
Ganaste y perdiste peso, perdiste pelo, algunos colmillos. Pensando que habías perdido las ganas de correr de nuevo intenté sacarte de paseo otra vez. Ahora corrías poco. Cuando el paseo ya no te satisfacía caminabas tranquila hasta el portón de la casa y te sentabas y esperabas a que yo llegara para abrirlo y que tú pudieras volver a casa.
Han pasado más de diez días de que te enfermaras, de que te deshidrataras y de que tuvieras hipotermia. Más de diez días de que te enojaras y lo último que hicieras fuera intentar morder la mano de mi mamá mientras te daba suero (nunca se te quitó lo brava). Cuando llegué a casa la quijada la tenías abierta y en los ojos alcanzaba a ver todavía la rabia por no haberla alcanzado a morder (malvada). Mi hermano insistió en cerrarte los párpados y no pudo.
Y, bueno, te fuiste de casa como llegaste. Mi mamá te envolvió en una sábana y yo te cargué como si fueras una bebita con la panza hinchada. Esa tarde el carro decidió descomponerse saliendo del veterinario y tomamos un taxi. Tu corazón dejó de latir en el cumpleaños de mi hermano. Fue absolutamente triste tu partida. Cuando te dejé envuelta en la sábana sobre la plancha del hospital veterinario no pude creer que era la última vez que te cargaría. Hacía unos meses que venía pensando en lo cruel que resultaba que las personas decidieran dormir a su mascota porque, uno nunca se decide a poner a dormir a ningún familiar suyo sólo porque está enfermo y moribundo, no. Uno no se resigna y busca los médicos, las clínicas, las medicinas, los tratamientos para que no se mueran, y si se mueren, que sea con el menor dolor posible. Porque uno no se da por vencido. Porque la resignación es a cuesta del dolor que produce una partida, no antes. Es imposible que yo pensara en mandarte a dormir nunca porque mi plan era que vivieras siete años más, o más. Mi plan era que tú no te murieras nunca y que nos enterraras a todos. Mi plan era quedarme esa tarde en casa y dormir contigo, como antes, no llegar y encontrarte como te encontré: tiesa, con los ojos abiertos, el hocico trabado y la lengua de fuera. Salí del consultorio y sin querer me puse a llorar porque ya no tenías vida ni voluntad para brincar de aquella plancha y largarte conmigo; llegar a casa y ladrar hasta el hartazgo para comer pastel y lo que hubiera por comer.
Han pasado más de diez días y esa tal resignación no llega. No la espero tampoco. No creo en el cielo ni en el limbo, mucho menos en el infierno. No te creo que hayas llegado a un cielo lleno de perros buenos donde te tengan lista tanta comida de tu favorita y sin compartir para ti sola. No creo que algún día reencarnes, no creo que algún día te aparezcas. No creo en Dios ni en los demonios. Yo creo que simplemente moriste y punto, que ya no hay punto de retorno y que así es la vida. Pero no es fácil llegar a casa de mamá y comer ausente de ladridos que aturdan y harten, los otros dos perros no los eduqué yo.
Lo único que puedo es sentirme afortunada por haberte tenido, porque así es la vida, en serio. La vida son instantes que se disfrutan, que hay que vivirlos bien porque son irreversibles.
El último día que te vi apenas podías caminar, pero con las pocas fuerzas fuiste hasta el patio para hacer pipí, luego al plato donde tomabas agua y al final te rendiste sobre una cobija en el suelo y caíste para dormir. Me acosté a tu lado y sin querer me recargué en tu patita trasera que tú rápido quitaste y volviste a acomodar. Al día siguiente. ya sin vida, estiré una rasta pequeña sobre tu pecho y logré quitarla. Si eso hubiera sido un día anterior hoy conservaría la cicatriz de una mordida reciente.